Creo firmemente en esa frase que dice que no tomes decisiones cuando estés enfadado ni hagas promesas cuando te sientas feliz. Y me atrevo a incluir un par de acciones más. No es buena hablar cuando estás enfadado. En ese momento límite en el cual la ira es tal que no sólo no controlas tus palabras sino que no escuchas tus pensamientos. En esos momentos en los que somos bombas de relojería a punto de estallar.
Y si por un momento consigues mantener la calma y te paras a pensar, esa ira te abandona tan rápidamente como ha llegado. Se disipa. Y en su lugar te embarga una fría indiferencia, un amargo rencor, una sorprendente calma... A veces un poco de todo.
Por eso es recomendable respirar profundamente y pensar detenidamente el motivo de tu enfado. También se puede descargar el enfado contra el mobiliario de tu casa, el suelo, tus seres queridos o un teclado. No puedo garantizar los posibles efectos secundarios.
Con la felicidad pasa algo parecido. Pero cuando podemos decir: Soy feliz, con pleno conocimiento de causa. ¿Dejamos de ser felices en el momento en el que nos cuestionamos si lo somos? ¿O tal vez tratamos de alcanzar un ideal, un estado que no existe despreciando todos los momentos intermedios?
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